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Ojalá todo se reduzca a eso

~Ojalá todo se reduzca a eso~
por Miguel Lucena Hoyo

La vida se reduce a lo rápido que pasamos un vídeo en TikTok. Hablar por teléfono una hora con nuestra mejor amiga, mandar un audio después de borrarlo treinta veces o dejar una reseña a nuestro restaurante favorito. Seguro que te has visto en alguna de estas situaciones alguna vez. Nuestra conexión está tan globalizada que por momentos se nos olvida que recreamos en nuestra cabeza esa expresión de desaprobación cuando la persona que nos ofendió nos dejó en leído. O la confianza que depositamos en mamá para que lea el whatsapp que le hemos enviado cuando salga del trabajo. Tu vecino del quinto tiene setenta y seis años y dice que las nuevas tecnologías te han hecho un inútil. Pero tú, todos los días, eres informático cuando se cae la aplicación, juez cuando valoras la atención recibida en el datáfono de la confitería y un erudito cuando comentas en Facebook esa publicación que tanto te enciende. Las redes sociales, los teléfonos móviles, los ordenadores, incluso el pago con móvil, son un peligro. Pero, al final del día, descubres que tu anciano vecino también las usa. Porque una vez que entras en el bucle no se puede parar. ¿O es mera evolución humana?

Vivimos en un mundo tan conectado tecnológicamente que sorprende la poca cantidad de veces que nos paramos a pensar si de verdad somos tan libres como creemos. Pero esta idea no es nueva, pues ha sido analizada una y otra vez por diversos escritores, directores de cine y expertos en nuevas tecnologías en numerosos libros, películas y series de televisión. Concretamente, el género distópico se ha encargado a lo largo de las épocas de ofrecer un análisis exhaustivo de la posible existencia de sociedades futuras que se rijan por una fuerte ideología totalitaria y un control íntegro del pensamiento humano a través de la manipulación mediante los avances tecnológicos. Pero ¿qué es una distopía? 

La respuesta es sencilla: un
modelo social, económico y político con características negativas, sometido a
la represión y manipulación e inmerso en una sociedad futura o alternativa
donde el héroe rebelde reivindica la humanidad contra el órgano opresor. En
palabras de Moreno Barreneche, la distopía no es más que la “inversión de la
utopía’, es decir, de un mundo ideal pero imposible. Parece que estamos
hablando de ciencia ficción, pero el auge de las redes sociales y el impacto
tan demencial que está teniendo Internet en nuestras vidas nos está conduciendo
a este tipo de universo ficticio. 

Se encuentran numerosos ejemplos en las artes y en la
cultura popular, que van desde el visionario George Orwell hasta nuestros días,
con programas de televisión tan pintorescos como Gran Hermano o Insiders
(Netflix). Mientras que las primeras ediciones del primero ofrecían la
observación de la vida como espectáculo de manera consciente, el segundo va un
paso más allá y se ofrece al espectador el contenido sin que los protagonistas
sepan que están siendo grabados, lo que hace la situación más verosímil. Esta
idea se recoge en la famosa película El show de Truman (Peter Weir),
donde la vida del protagonista desde su nacimiento es emitida en directo en un
programa de televisión. Algo parecido ocurre en Los juegos del hambre
(Gary Ross), donde los protagonistas se ven obligados a matarse entre ellos
hasta que solo quede uno, mientras los habitantes de Panem siguen el sangriento
espectáculo desde sus televisores. En el capítulo Caída en picado de la
serie de televisión Black Mirror, la observación constante va un paso
más allá y determina el futuro de la protagonista, pues su éxito o su fracaso
se verán condicionados por la valoración que reciba de las personas en sus
redes sociales. La naturaleza y el campo a veces sirven de refugio para toda esta
presión tecnológica. Tanto en Los juegos del hambre como en la novela 1984
(Orwell), el campo constituye un refugio seguro libre del control
tecnológico, aunque en ambas obras se sugiere la desconfianza por la presencia,
por ejemplo, de micrófonos, vehículos militares o pantallas inteligentes. 

Cada autor ha amoldado el modelo distópico según el enfoque deseado, pero normalmente todas las obras, ya sean películas o libros, siguen un mismo patrón. El protagonista o héroe está inmerso en el mundo opresor y acata sus normas hasta que un punto de inflexión le ocasiona el despertar y se rebela contra lo establecido. En 1984 y Los juegos del hambre, el acto de rebelión es el amor, pues todo lo asociado con los sentimientos está penado y cualquier amago de afectividad se considera una traición contra el poder (en la primera, la relación amorosa y clandestina de Julia y Winston es un pulso contra el Partido opresor; en Los juegos del hambre, el amago de suicidio de los enamorados frustra los planes del Capitolio). 

Sin embargo, otros actos de humanidad como la
protección de la memoria humana también son perseguidos. En Fahrenheit 451, todos
los libros son quemados por un cuerpo de bomberos que tienen como misión
perseguir y destruir toda clase de conocimiento que se oponga al régimen
totalitario. Sin embargo, el protagonista (que pertenece al cuerpo) deja su
profesión para unirse a un grupo de marginados que memorizan todos los libros
existentes y se convierten en ‘obras humanas’. Por lo tanto, la obra afianza el
legado circular de la literatura y el conocimiento. Antiguamente, las historias
eran orales hasta que se ponían por escrito en libros. Pero amenazada la
existencia de estos, vuelven a tener carácter oral para ser protegidos, de modo
que se encuentran repartidos en todas las personas del mundo. Para Bradbury,
esa es la verdadera rebeldía del héroe, y no el levantamiento contra la
tecnología. 

Otro tema que aborda la ficción distópica es la manipulación de la mente humana a través de la propaganda, el abuso tecnológico o el lenguaje. En 1984, la lengua del Gobierno es la neolengua, una especie de código lingüístico que aboga por la economía del lenguaje. Está lleno de abreviaturas y unidades léxicas que generalizan el significado de varias palabras, lo que supone la supresión de las que no son necesarias. Orwell, a través de la semántica y la semiótica de su idioma, se adelanta a su época y predice el lenguaje de la tecnología y las redes sociales. En el mundo de Internet, se escribe abreviado, rápido y conciso, se busca la inmediatez cuando vemos contenido y nos desesperamos cuando ese vídeo de TikTok no va al grano o no nos contestan al WhatsApp. En otras palabras, como diría el personaje de Clarisse (Fahrenheit 451), «nadie tiene tiempo para nadie». 

Quizás en el futuro ocurra como en
la película de In Time (Andrew Niccol) y tengamos que hacer la compra
pagando con tiempo de nuestra vida que previamente nos han «ingresado» como
sueldo, pues el dinero es inexistente. Quizás nos veamos todavía más absortos
en la exposición de la privacidad (como Mildred en la obra de Bradbury,
sumergida totalmente en la realidad virtual) y mutemos hacia una sociedad donde
la única humanidad se reduzca a un beso clandestino en la naturaleza. Quizás mi
yo del presente sea demasiado optimista y la tecnología no sirva como
instrumento futuro de crueldad y represión, y todo se reduzca a seguir usándola
para hacernos felices. Como ese subidón que le da a tu vecino del quinto cuando
la puerta del ascensor se cierra y se convierte en una superestrella frente al
espejo gracias a sus auriculares y su reproductor de música.

Miguel Lucena Hoyo


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