Ediciones Azimut

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AUTOR: MIGUEL LUC

Lo último que dijo mi alumna antes de marcharse fue: «El Quijote es una basura». Quizás no fue la mejor manera de decirlo, pero me quedé tan sorprendido que aquel suceso no se quedó entre las cuatro paredes del aula, sino que lo metí en mi maletín y me lo llevé a mi casa para masticarlo en silencio. Sara era muy buena estudiante, sacaba unas notas para enmarcar en el hall of fame del salón de su casa y tenía un comportamiento de doce. Pero algo en ella la impulsaba a salirse de la norma, a hacerse oír entre el rebaño. No solo se sentía la oveja negra de una clase, sino que también quería serlo. Quería ser la diferencia, la creación, la Vicente Huidobro de su promoción. Y lo que más le arañaba el alma era verse prisionera de un profesor egocéntrico y «romántico añejo» (como ella se refería a mí) que le obligase a leer lo que dictaba la Norma. Bueno, la Norma o el Todopoderoso Sistema Educativo. 

La rabia de Sara fue in crescendo cuando tocaba leer el Quijote en clase. Recientemente habíamos hablado de La Celestina y de la poesía de Garcilaso, lo cual le había aburrido considerablemente. Para ella, Góngora era un soberbio narizotas y Quevedo un graciosillo. Quizás Lázaro de Tormes le hubiera caído bien, ya que lo consideraba un rebelde como ella, pero al final era un vendido. San Juan de la Cruz y Santa Teresa, dos reprimidos con cubata en mano. Borges, un narcisista. Antonio Machado y Juan Rulfo, dos aburridos nostálgicos que tenían falta de la existencia de redes sociales. «¿Es que la historia de la literatura solo está llena de hombres con la capacidad emocional de una ameba?», solía decir de vez en cuando al cerrar El Libro del Buen Amor. Pero su crítica no iba focalizada en la ausencia de mujeres en el canon de la literatura (que también), ya que muchas veces estudiábamos las obras desde una perspectiva de género y realizábamos actividades diseñadas para visibilizar a la mujer escritora. Más bien a la inutilidad de imponer como referentes a una panda de señoros que a su generación no le aportaban nada. Para mí, Cervantes era un genio; para ella, un iluminado con suerte. Consideraba su opera magna importante para nuestra historia, pues le hacía gracia que la figura más importante de nuestra literatura fuera un loco montado en un caballo moribundo. Pero decía que estaba sobrevalorado. «Deberíamos leer lo que quisiésemos. Lo que nos guste, lo que nos aporte, lo que nos haga sentir y soñar. Eso es la literatura. Y así debería ser enseñada. Y no memorizando la fecha de nacimiento de Espronceda». 

Cuando conocí a Sara, pensé que era una persona frustrada por la abrumadora presencia de los libros. Hoy pienso que es el ser sobre la Tierra que más los ama. Y mis sospechas se afianzaron cuando descubrí entre los pliegues de su mochila un ejemplar de La sombra del viento, de Ruiz Zafón. Se me paró el corazón. Recordaba haber leído aquel libro en el instituto, agazapado en el pupitre con la clase de biología de fondo. Por ese entonces yo había empezado a desarrollar mi perfil de ratón de biblioteca en prácticas mientras la profesora hablaba de células y vasos sanguíneos. Mi mejor amiga, Almudena, me había dicho que tenía que leer el libro de Zafón sí o sí, que era demasiado increíble para dejarlo en el estante de la repisa cogiendo polvo y recuerdos. Como ella me conocía bien, corrí a la librería y me lo compré. Y esa fue la primera vez que Almudena me cambió la vida y la forma de sentir los libros. Y Zafón también. Estuve tan sumergido en la trama, lloré tanto con sus personajes, sentí mi corazón tan agrietado y me volví tan loco con el final que, si Sara y yo hubiésemos sido coetáneos, hubiera sido más místico para ella que el propio San Juan. Leyendo a Zafón fui la Alicia que cruzó el País de las maravillas y se quedó allí para siempre. 

Mucha gente se imagina El Quijote aburrido y poco dinámico, cuando en realidad es mejor que una telenovela o un capítulo de Aquí no hay quien viva. Pero los tiempos han cambiado y ya nadie quiere leer. Quizás sea el momento de pararnos a reflexionar y profundizar en las personas para dar con la entrada a su país de las maravillas. Quizás toda esa batería de nombres clásicos esté desfasada y haya que crear un nuevo canon que atienda a las necesidades de los lectores acorde con sus sentimientos. Quizás Sara tenga razón y la obligación de leer lo que la élite insufrible considera indispensable no se relaciona con la realidad. La literatura somos las personas, enjauladas en un locus amoenus del que no queremos salir. Es nuestro escenario virtual más fiel, donde el corazón del autor se desborda y nosotros le ponemos cara, pies y brazos. Cada libro es una entrada a nuestro país de las maravillas, donde lloramos, reímos, nos desahogamos y nos sentimos identificados. De nada sirve que la juventud memorice fechas, lugares de nacimiento y obras que ya han quedado en el olvido con el pretexto de que son referentes para entender el mundo. Es sencillo: el mundo se entiende de otra forma.

A Sara le encanta leer. Pero a Pablo, Marcos, Rodrigo, Aurora o Lía les horroriza abrir un libro para imaginarse un mundo imaginario con unos personajes, un tiempo y un lugar. Pero estoy seguro de que todos, en el fondo de su corazón, tienen su país de las maravillas. Algunos tardan más. Otros menos. Algunos entran, ven que las flores no son de su agrado y vuelven a entrar para hacer otra cosa, para después al cabo de un tiempo sumergirse de nuevo y quedarse para siempre. Y es ahí donde entra en juego el profesor, el amigo, el familiar, la persona especial que le otorga la llave a ese lugar maravilloso. Esa sombra del viento o ese Quijote que te cambia la vida y te arrastra inevitablemente al apasionante y cambiante mundo de la literatura.


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