Ediciones Azimut

Un sello de autor

Desde siempre, la lectura gustosa, deleitable o pasional

Escrito por: Guillermo Serés

23 de abril, día del libro. Creo que no hay mayor libro que El Quijote (superable en páginas, puede ser, en la manera de hacer literatura, no lo creo). Por eso, para celebrar tan bonito y necesario día os traemos un precioso artículo de Guillermo Serés, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona

Era moneda corriente entre los intelectuales del Siglo de Oro creer que las lecturas de ficciones fabulosas (de caballerías, sentimentales, cortesanas, pastoriles, moriscas, bizantinas y afines), merced a la emoción que comportan por el auxilio de la imaginación y su firme asiento en la memoria, se sienten más cercanas y se viven más, pues, como señala Juan Luis Vives, «a lo hondo de la memoria bajan las cosas que desde el principio se han recibido con atención y cuidadosamente», porque «cuando a la memoria primera de cualquier objeto se une un vivo afecto, luego su recuerdo es más fácil, pronto y duradero, como sucede con lo que ha penetrado en  nuestra alma con gran tristeza o con gran dolor; de esas cosas queda muy larga memoria» (De anima et vita, II, 2).

Ello es así porque se creía que la imaginación, localizada en la parte anterior del cerebro, era el vehículo («espiritual») de las imágenes (speciei), que, asociadas a determinadas pasiones (el temor, la alegría, la tristeza o la esperanza y las derivadas), trasladaba a la memoria, con la colaboración o recreación de la fantasía, o sin ella. Consecuentemente, es más fácil de recordar cualquier escena novelesca («pintada la imaginación») que nos mueva o apasione (por sus escenas de amor, por sus batallas, por sus situaciones ingeniosas o audaces) que los ítem de un tratado o los argumentos de un sermón. Es decir, llega más honda la lectura deleitable o por gusto (lectio affectiva) que las otras dos: la ejemplar y la didáctica (exemplaris y praeceptiva) Porque tanto o más que por la capacidad, discreción, prudencia o inteligencia del lector, la lectura se interiorizaba, como recordaba Vives, por la curiosidad que despertaba, la atención con que se seguía o la emoción que producía: «sucede a menudo que personas muy inteligentes y dotadas ampliamente del beneficio de la memoria no recuerdan muchas cosas tan bien como algunos que no las igualan en estas facultades, por ver, oír o leer muchas veces con descuido» (Ibidem).

Leer «con descuido», obligación, sin interés o entusiasmo implica que lo leído se olvide; por el contrario, la «suspensión del ánimo», el embelesamiento, la emoción, la tensión lectora permiten revivir (vale decir re-cordar) lo leído, porque lo que cuenta es leer con la imaginación, cuya función es muy importante, pues recrea la forma y cualidades de lo percibido por los sentidos; del mismo modo que la fantasía los toma del almacén de la memoria o crea una imagen nueva a partir de otras tantas percibidas. Como sea, ambas facultades permiten al lector «ver» o «evocar»; re-conocer, re-vivir en suma. No así, lo leído intelectivamente, o sea, mediante la abstracción, la «contemplación», o sea, lectura con el entendimiento, como se requería para las lectiones praeceptiva y exemplaris, porque el entendimiento abstrae, conceptualiza, no recrea imaginativa o fantásticamente. Nos aleja meditativamente del objeto, que ha sido percibido o aprehendido sin la pasión con la que lo percibe la imaginación. La distancia intelectual no sabe de afectos; o viceversa: son la emoción, la pasión o el afecto (las vinculadas con la citada lectio affectiva), los que nos permiten vivir (o revivir), como si fuese real, lo leído, porque lo hemos aprehendido con la imaginación, lo hemos guardado en la memoria y lo recreamos con la fantasía:

Todas estas pasiones se extienden también al pasado; así, amamos, odiamos o nos compadecemos de los que vivieron mucho antes. Se extienden también a las cosas posibles y a las ocurridas en cierto modo, por ejemplo, en las fábulas, que sabemos son falsas; lo mismo cabe decir de las cosas futuras. […] De modo que si una fábula contase que habría un hombre eminentísimo por su valor y la magnitud de sus hazañas, le amaríamos efectivamente. Asimismo, cuando leemos nos tienen suspenso el espíritu la esperanza y el temor, hasta conocer el desenlace definitivo de los hechos (Vives, De anima et vita, III, 1).

Luscinda se casa con don Fernando

La defensa de las pasiones, sigue diciendo Vives, no debe implicar que «tengan en suspenso» al espíritu, pues en el caso de la lectura que nos ocupa la razón no regiría ni frenaría a la desbocada fantasía. Estimulada, además, por dichas lecturas,

el alma se abatirá y perturbará como la tempestad en el mar, porque las esencias espirituales pueden agitar nuestra fantasía mediante alguna acción propia, tras haber movido nuestra facultad imaginativa. Ésta está directamente vinculada con el cuerpo, porque, por una parte, la mueven los sentidos y, por la otra, produce en el cuerpo admirables energías (mirabiles vires), de modo que cualquier cosa que se imprima en uno de los dos redunda en el otro: el cuerpo, en efecto, recibe y devuelve la forma y acción que la imaginación ha concebido (Ibidem, I, 10).

Y que se suspenda el ánimo leyendo, por la emoción que experimenta el lector, también implica que la lectura es una experiencia emotiva, que lo leído se puede comparar con lo vivido. Cuando leemos historias, fingidas o verdaderas, obran en nuestro espíritu con la fuerza del bien o el mal verdaderos; nos reímos, lloramos, esperamos o tememos con la misma intensidad que si lo estuviéramos viviendo, porque así lo propician los espíritus animales, que estimulan la imaginación.

Vives quiere dar cuenta de una experiencia de lectura muy intensa, como lo fue, por ejemplo, la de Santa Teresa de Jesús (Libro de la vida, IX, pp. 128-129), leyendo las Confesiones de San Agustín, o, en fin, la del conspicuo Alonso Quijano, que vive tan apasionadamente lo que lee, que la literatura acaba suplantando a la realidad:

Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo (Quijote, I,1).

Porque, a partir del análisis del funcionamiento de los sentidos interiores, quiere explicar no cómo se construyen las fábulas, sino por qué nos apasionamos con la ventura o la desdicha de los seres de ficción, por qué nos identificamos con determinados personajes y por qué no podemos dejar de leer su historia hasta el final.

Pero más explícito, si cabe, y es adonde quería llegar, es el caso de la apasionada lectora Luscinda, también del Quijote, porque aquí podremos comprobar cómo los supuestos defectos que describen algunos moralistas serán, paradójicamente, virtudes en aquélla, precisamente porque, enamorada, lleva a la práctica situaciones o actitudes leídas en las novelas, de modo que es capaz de resolver una situación adversa con ejemplar desenvoltura, ímproba tenacidad y, si ha lugar, astucia e ingenio. Porque Cervantes defiende la dignidad de la lectura affectiva, ya que, merced a ella, Luscinda interioriza tres paradigmas. Por una parte, el de dama cortés fiel (según la ficción sentimental), También hace eventualmente suyo el paradigma caballeresco de la virgo bellatrix, y el de «dama tracista», de la novela cortesana o de la comedia de enredo.

Como señala Mª Carmen Marín, la lectura de los libros de caballerías «es sinónimo de inteligencia y en la mujer es una cualidad que, por encima de cualquier otra, la sublima». En aquellos libros, y en las novelas sentimentales y bizantinas, «se ha educado sentimentalmente Luscinda, en ellos ha podido aprender a escribir billetes y cartas de amores, a conversar y a concertar esos encuentros nocturnos, pues en ellos se encierra un manual abreviado de cortesía y galantería». De las respectivas lecturas de aquellos libros ha interiorizado los arquetipos novelescos (sentimental, caballeresco, cortesano y bizantino) que adoptará alternativa o consecutivamente. Luscinda es «mejor» porque es lectora, por haber asimilado modelos literarios, y por haberlo hecho con pasión, o sea, con lectura «imaginativa». Se quiere parecer a aquellas damas fieles, aquellas heroínas ovidianas (Penélope, Medea, Dido, Fedra, Ariadna o Hermíone), o a las de la ficción sentimental (Gradisa, Laureola, Mirabella o Lucenda), o a la Clariclea de Heliodoro, arquetipo de la posterior Sigismunda. Luscinda «crece» moralmente con la lectura, porque se asimila a los personajes y arquetipos que ha leído y extrae de ellos lo mejor: la valentía del caballero y del peregrino bizantino; la lealtad del amante cortés; el ingenio, la audacia y las trazas de la protagonista femenina de la novela cortesana. Se da la paradoja de que la lectura e imitación de aquellos personajes literarios, o el recuerdo de las situaciones novelescas, imaginativamente recreadas, le presta una conducta racional, y mayor prudencia y discreción que ningún tratado.

Luscinda desmayada tras su boda con don Fernando

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