Ediciones Azimut

Un sello de autor

¿Qué le pides a un buen libro? ¿Qué nos hace inclinarnos por una obra u otra cuando las vemos en una estantería?

Escrito por: Francesca D’Angelo

Es difícil explicar en pocas palabras cuál es la intuición que nos empuja hacia la elección de un libro cuando lo vemos en las estanterías de una librería o de una biblioteca o encima de las mesas de los puestos de un mercadillo que vende libros de segunda mano en el centro de cualquier ciudad.

Desde que tengo memoria, desde que he aprendido a leer hace ya muchos años, siempre he elegido mis lecturas según mi instinto, a veces inexplicable, que me guiaba a través de la primera mirada que arrojaba a la portada. Todo seguía los pasos de un ritual muy personal: pasearme por los pasillos de la librería, oler hasta el fondo el olor a papel y pegamento – un olor acogedor y sin tiempo que sabe a clase de primaria y cuadernos recién estrenados –, pararme delante de una portada llamativa (no en el sentido más estricto de la palabra, sino según unos principios muy míos), dejarme seducir por el título como resultado de una combinación de palabras cuyo significado está todavía por descubrir y, por último, hacer que se cumpla la milagrosa elección. Me gusta definirla milagrosa – quizás el término pueda resultar un poco altisonante – porque de esto se trataba para mí: un verdadero milagro aquella emoción que seguía el descubrimiento de un buen libro que me habría podido gustar y, consecuentemente, ocupar mis tardes a la vuelta del colegio.

Excepto en algunas ocasiones, nunca he seguido un esquema prestablecido en mis lecturas: han surgido más bien del azar y de la curiosidad del momento que no de un camino ya señalado por parte de otros. No vengo de una familia de lectores, si bien mis padres solían detenerse horas leyéndome cuentos y relatos infantiles. Mi casa no estaba llena de libros hasta que la afición de la lectura empezó a formar parte de mis ratos libres: sin embargo, esto no impidió que me convirtiera en una lectora voraz y sobre todo en una estimadora de los títulos más diferentes.

Me gustaba saltar de un género a otro, al principio era un caos de impulsos y sensaciones que guardaba celosamente en mi corazón de niña curiosa. Podía acordarme de todos los nombres de los personajes de un relato si este me había gustado especialmente o quedarme solo con algunos detalles, algunas imágenes que habían captado mi atención. Al fin y al cabo, yo buscaba aventuras: y no únicamente aventuras fantásticas con criaturas hablantes y brujas y hadas sino también aventuras reales, con personajes que podían ser mis vecinos o mis amigos de natación o cualquier otra persona con la que podía cruzarme en la calle. Buscaba la vida, todas las vidas que mi vida no me habría dado tiempo vivir. Y, si me detengo a pensarlo, es exactamente lo que sigo pidiendo ahora a la literatura y a los libros en general: que me hagan pasar un buen rato – o un mal rato, depende de la historia -, que me hagan vivir emociones y vibras más allá de mi día a día, que me guíen hacia un lugar dónde no podría ir por razones de tiempo y/o espacio.

Umberto Eco resumió este concepto muy sabiamente en una expresión que me gusta mucho: la lectura es una inmortalidad hacia atrás. Leer nos permite vivir muchas vidas y – parafraseando a Eco – llegar al final de nuestros días con la certidumbre de haber vivido más del tiempo real que se nos ha concedido porque nuestro tiempo más íntimo y profundo se ha dilatado en un continuo vaivén de historias y relatos que son los que hemos aprendido por boca o pluma de otros. Y entonces, ¿cuándo se cumple este ritual de cortejo entre lector y libro? Para mí esto ha ocurrido y sigue ocurriendo cuando me doy cuenta de que la historia que me ha llamado es la que necesito.

. A veces representa exactamente lo que tenía en la cabeza, lo que estaba buscando. Otras veces en cambio es una historia inesperada, lo más lejos de lo que yo pensaba encontrar, pero poco importa. Me gusta creer que, en los libros, como en muchas cosas de la vida, hay un tiempo por cada historia y nada acontece sin razones, me gusta creer que fue por esto por lo que leí El principito con veinte años o La historia de Elsa Morante con trece después de que, durante uno de mis días de playa, llamara mi atención la imagen de una desconocida hojeando esa novela en una vieja edición de la editorial Einaudi.

También quiero pensar que todos los libros que aún no he leído pero que ya tengo en mi estantería – y entre los cuales me gustaría romper una lanza a favor de La montaña mágica, de Mann, que lleva al menos quince Navidades esperando a ser leído- se cruzarán un día en mi camino en el momento que los estaré esperando.


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