Ediciones Azimut

Un sello de autor

Cinco libros que te llevarías a una isla desierta y por qué

Escrito por: Francesca D’Angelo

Soy inexorablemente hipocondríaca, de los que delante de unos síntomas muy indefinidos ya se meten en internet para intentar diagnósticos dignos de los mejores capítulos de House M.D., con lo cual el primer libro que me llevaría a una isla desierta – no pudiendo llevarme ni a un médico ni mi móvil con el acceso directo a la Wikipedia – sería un compendio de la enciclopedia médica que guardo celosamente en el estante inferior de mi librería. Bromas aparte, siempre me ha fascinado la idea de tener que elegir solo un número determinado de objetos a la hora de huir de una casa en llamas o, como en este caso, de viajar a una isla desierta. Tal vez, me fascina porque se me da mal escoger rápidamente algo o, en general, tomar decisiones. Probablemente escogería unos libros que han representado algo para mí en mis primeros casi treinta años de vida, que me recordarían mis raíces o los lugares de la imaginación donde he estado feliz. Pido perdón al lector ya desde ahora por si la elección puede resultar un poco imparcial ya que la mayoría de los títulos son italianos, pero me temo que, debido a mis orígenes, esto es inevitable.

El primero de la lista es Viaje al centro de la tierra de Jules Verne, una de las primeras novelas de aventura que leí de niña. Lo compré en una edición económica de Mondadori, en una librería de Chiavari, una pequeña ciudad costera, donde veraneaba todos los años. Lo escogí porque me llamó la atención el dibujo de su portada que representaba a dos figuras estilizadas bajo hongos gigantes. Empecé el libro con curiosidad por buscar una relación entre el título y la portada y terminó encantándome no solo por su ambientación a mitad entre lo real y lo fantástico – basta con pensar en la descripción de Hamburgo y de Islandia – sino sobre todo por sus protagonistas cuyo retrato sigue vívido en mi memoria. Cada vez que voy de viaje a algún sitio nuevo suelo leerme un capítulo al azar antes de salir de casa porque me predispone positivamente a la aventura, lo cual, para una hipocondríaca no es poco.

El segundo libro que necesitaría en una isla desierta sería Léxico familiar de Natalia Ginzburg: hablo de necesidad porque, en cierto sentido, la autora es para mí como un numen tutelar de la escritura. Esta es una novela un tanto peculiar, tiene rasgos autobiográficos, pero, a la vez, la descripción del entorno familiar de Natalia es más bien propia de un estilo novelesco. La narración procede a través de impresiones, donde a la voz superpuesta de la autora se suman las de sus familiares: el resultado es una mezcla, un léxico familiar, que une los personajes como un hilo rojo a través de las épocas. Al fin y al cabo, todas las familias tienen su propio lenguaje, aquella suma de palabras y gestos que se entienden únicamente entre sus propios miembros pero que los demás desconocen. Lo que más me gusta de esta historia es la sensación de que, pese a donde nos lleve la vida, nuestras raíces siempre terminan reconduciéndonos a nuestro pasado, a lo que llamamos casa.

El tercer libro sería la tragedia Medea, una historia con la que me tropecé a los quince años. Me vendría bien en una isla desierta ya que no habría posibilidad de ir a teatro algo que, sin dudas, echaría mucho de menos. En aquella época estaba cursando el segundo año de liceo y pasaba mis tardes traduciendo textos de griego o latín al italiano, aburriéndome hasta la médula porque, para ser sinceros, había elegido el liceo classico únicamente por mi ingenua creencia de que iba a tener más tiempo para escribir. Aquella tarde estaba procrastinando el comienzo de una tarea sobre el aoristo hojeando el libro de los ejercicios en búsqueda de inspiración: este manual tenía, al final de cada capítulo, un apartado de mitología donde solía refugiarme en mis ratos de evasión y precisamente en uno se comentaba el mito de Medea. Me quedé fascinada no solo por la intriga de la historia entre Medea y Jasón, sino por los sentimientos tan modernos de los personajes. Fue un verdadero flechazo que, años más tarde, se habría extendido hacia todo el teatro clásico. Al día siguiente estaba en librería buscando una edición de la tragedia de Eurípides y tuve la suerte de encontrar un libro que incluía algunas de las variaciones teatrales existentes sobre este mito. Sigo guardando el volumen en mi librería y siempre que doy clase de mitología en la universidad me gusta reservar una lección a este personaje tan magnífico como controvertido que es Medea.

¿A quién no le gustaría asistir a un maravilloso atardecer en la playa de una isla desierta leyendo una novela de un amor obstaculizado y, por fin, triunfador? Creo que sería la apoteosis del romanticismo. Por esto, mi cuarto libro sería Los novios de Alessandro Manzoni, una novela en pleno estilo decimonónico, un tanto larga (solo 38 capítulos) y muy, pero que muy, clásica, en el sentido más rotundo de la palabra. En Italia esta novela, junto con la Divina Comedia, forma parte de las lecturas escolares obligatorias, pero, en mi caso, la obligación se convirtió pronto en una tarea apacible porque, a pesar de la distancia temporal que me separaba de los protagonistas, me vi involucrada desde el principio en la historia. La sinopsis es muy sencilla: hay dos jóvenes, Renzo y Lucia, que se aman y quieren casarse, pero a la vez hay un rico señor local, Don Rodrigo – pequeño espóiler: ¡es español! – que se ha encaprichado con Lucia y hace todo lo posible para evitar este matrimonio. Los jóvenes tienen que huir durante un tiempo para salvarse de Don Rodrigo, pero pronto su drama personal se mezcla a otras amenazas más grandes: invasiones de un ejército extranjero, levantamientos populares, intentos de secuestros y, por fin, el estallido de la peste. Hasta los últimos capítulos el lector está dudando si los dos enamorados podrán alcanzar su objetivo. Obviamente, como en todos los finales felices, Renzo y Lucia se reencuentran, tras haber superado la peste sin consecuencias fatales y, también debido a la muerte de Don Rodrigo, pueden por fin casarse. Habría mucho más que contar sobre esta historia y espero que el pobre Manzoni no se esté revolcando en la tumba por lo poco que he comentado su obra maestra. Quizás en otra ocasión, cuando tenga más tiempo.

Para terminar, el último libro sería La Tregua de Primo Levi: lo he dejado por último porque para mí es el más importante ya que decidí que Levi sería mi escritor favorito a los doce años, justo después de terminar el volumen anterior a este, o sea Si esto es un hombre. En aquella época estaba buscando inspiración para un cuento de género histórico que debía realizar como tarea para el colegio, pero, en mi caso, la tarea se convirtió en un verdadero prototipo de novela con mucho de búsqueda de fuentes históricas sobre la Segunda Guerra mundial para que el marco narrativo fuese lo más realista posible. Recuerdo – ahora con una mezcla de nostalgia y ternura – que pasaba tardes enteras leyendo ensayos y novelas, viendo documentales y entrevistas a los supervivientes, mientras tanto tomaba forma en mí el borrador de la que tenía que ser mi historia. Cuando leí La Tregua mi “novela” ya estaba en marcha; sin embargo, notaba que me faltaba algo. Hasta aquel momento solo me había centrado en imaginar el fulcro de la historia, en describir el entorno de los personajes en la base del más estricto rigor histórico, pero no me había detenido nunca en pensar en cuáles serían los sentimientos de la protagonista al volver a su casa, tras unos años de cautiverio en un campo de concentración. Estaba tan pendiente de encontrar un buen argumento, de crear unos personajes que fuesen reales y que padecieran sufrimientos reales que se me había olvidado lo más importante: la vuelta a la vida, la reconstrucción de un nuevo equilibrio después de una ruptura tan brutal. A este propósito, La Tregua fue para mí un verdadero faro en la oscuridad en la que, tal vez, puede caer un escritor cuando no sabe cómo continuar su historia: esta novela no es solo el cuento autobiográfico del regreso del autor, no es solo la descripción de un viaje tortuoso a través de una Europa destruida por la guerra donde, a veces, la realidad de los acontecimientos supera la imaginación; es sobre todo la descripción de un estado de ánimo que funde esperanzas y miedos hacia el futuro, hacia lo que Primo encontrará al volver a su antigua realidad. Es la rehabilitación de la dignidad de un hombre que vuelve a la vida después de haber bajado al infierno sin culpa ninguna, por el arbitrio de decisiones ajenas. Hay un pasaje de este libro que se me ha clavado en la memoria nada más que leerlo: “Había caminado durante horas en el maravilloso aire de la mañana, aspirándolo como una medicina hasta el fondo de mis maltrechos pulmones. No era muy sólido de piernas, pero sentía una imperiosa necesidad de recuperar la posesión de mi cuerpo, de restablecer el contacto roto desde hacía casi dos años, con los árboles y la hierba, con la tierra pesada y parda […]”. ¿Quién no ha sentido alguna vez, tras vivir un momento doloroso y desesperado, la necesidad de volver a respirar, retomando la posesión de lo que éramos, aunque solo por poco? Fue la descripción de este sentimiento, la necesidad imperiosa de resistir pese el dolor, la que me infundió una nueva linfa para terminar mi historia. Primo Levi no pretende ser el héroe de su cuento, sin embargo, esta historia es una especie de nóstos moderno, una Odisea donde “los malos” ya han sido en su mayoría derrotados, aunque su espectro sigue dañando a los vivos y justo por esto a los supervivientes toca la ardua tarea de volver a vivir.

Y bien, con todos estos buenos amigos y mi compendio de la enciclopedia médica creo que podría pasarme un buen rato en una isla desierta: sería una buena ocasión para buscar inspiración y quizá escribir muchas historias más.


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